Conferencia pronunciada por D. Rafael Manzano Martos: Luca Giordano falsificador al servicio de la corona española.
El 16 de marzo de 2016, el académico correspondiente D. Rafael Manzano Martos, arquitecto e historiador del arte, en el marco de las jornadas sobre la Falsificación de Bienes Culturales que se han desarrollado en la sede de la Fiscalía Superior de Andalucía, organizadas por la Real Academia de Bellas Artes de Granada, la Facultad de Derecho de la Universidad de Granada y la Fiscalía de la Comunidad Autónoma de Andalucía, pronunció la conferencia:
Luca Giordano falsificador al servicio de la corona española
Nuestro querido y respetado amigo Jesús María García Calderón ha tenido la feliz idea de aunar en estas jornadas sobre la Falsificación de Bienes Culturales, las exigencias de la lucha por la legalidad que dirige, impuestas por la Fiscalía Superior de Andalucía, con los intereses artísticos que protege y cultiva la Real Academia de Bellas Artes de Nuestra Señora de las Angustias que preside. Como miembro de ella en el honrosísimo escalafón de los “correspondientes” acudo presuroso a su llamada, que además me cura nostalgias que, desde la Andalucía la Baja, la Bética, padezco de mis tierras ancestrales de la otra Andalucía, la Alta, eternamente encastillada entre sus nieves perpetuas de la Penibética, y siempre soñada.
Copias, réplicas y falsificaciones
A lo largo de estas lecciones hemos podido estudiar la falsificación de bienes culturales desde muy diversos matices, en esta Ciudad, Granada, vieja capital de la falsificación de su propia historia y de la de sus orígenes cristianos. Como nos ha contado con máxima precisión nuestra profesora Margarita Orfila, cuando se derriban los últimos restos de la mezquita mayor granadina, y concretamente su alminar, la llamada Torre Turpiana, para completar la gran mole catedralicia, apareció, al parecer, entre sus muros un manuscrito en un extraño alfabeto pseudo arábigo, anunciando la aparición de reliquias de la primitiva iglesia granadina. Efectivamente, en el tiempo previsto aparecieron los famosos libros plúmbeos y presuntas reliquias de los varones apostólicos Cecilio y Tesifón, superchería que dio origen a la creación de la abadía del Sacro Monte por el arzobispo don Pedro de Castro que dejó un rico legado para su construcción. Al final, los libros, verdadera falsificación de nuestra historia antigua, fueron descalificados por la Santa Sede que en fecha reciente devolvió a la archidiócesis los residuos sólidos -plúmbeos- pero no exentos de interés, de tanta patraña con ellos urdida.
Hay que considerar que en todo tiempo y lugar hubo, por parte de coleccionistas, el deseo de poseer determinadas obras de arte que por ser de propiedad pública o de grandes príncipes o señores no eran accesibles a otros niveles. De ahí que a lo largo de la historia se han encargado a notables pintores, réplicas, o sea repeticiones, de determinados originales de su propia obra. A veces son simples cuadros de devoción o de carácter emblemático que tenían éxito social. En general estas réplicas se realizaban por aprendices o ayudantes de taller y en sus deficiencias tenemos hoy una vía para distinguir la obra creativa original de sus repeticiones, que en alguna ocasión han podido ser elaboradas por el propio maestro.
Zurbarán tuvo un gran taller que recibió múltiples encargos de América, pidiendo réplicas de cuadros conocidos. Es curioso que el gran pintor extremeño nunca firmó sus mejores originales, pero que, en cambio, estas réplicas de taller, con destino al Nuevo Mundo, las firmaba para autentificarlas, avalando piezas de mucho menor calidad pictórica. El propio Rubens tenía un taller de repetición de sus obras inmortales en placas de cobre que se exportaban a todos los centros que comercializaban sus pinturas. Pero conviene distinguir entre la falsificación y la réplica y el jipismo.
La copia de cuadros de gran belleza del pasado ha sido una práctica legítima y acreditada. Cuando en mi juventud recorría frecuentemente las salas del Museo del Prado, ante determinados cuadros famosos siempre había un pintor repitiendo de forma mimética la obra maestra, a veces con una cuadrícula sobre una fotografía. Había copistas de gran calidad, a veces especialistas en un determinado pintor o, simplemente, en un cuadro específico. Estaba rigurosamente prohibido en todos los museos del mundo reproducir la obra a la misma dimensión que el original, para impedir cualquier posterior sustitución. En cualquier caso, la copia siempre se distinguía fácilmente por la calidad moderna del lienzo y de los pigmentos, y también por la propia pincelada y técnica del copista.
Recuerdo que cuando restauré la iglesia de Santa María la Blanca de Sevilla, le planteé al entonces Director General de Bellas Artes, Florentino Pérez Embid, la conveniencia de colocar en los dos grandes lunetos bajo la cúpula, cuajada de yeserías barrocas, sendas copias de los dos lienzos de Murillo representando El Sueño del Patricio Juan y la Fundación de Santa María Mayor por el Papa Liberio, depredados en la invasión francesa y hoy felizmente recuperados para España y conservados en el Museo de Prado.
Autorizado el correspondiente presupuesto, tuve un quid pro quod con don Diego Angulo, Director entonces del Prado, que se negaba a autorizar la copia al mismo tamaño. Yo argüía que los originales fueron enmarcados en bastidor rectangular añadiéndoles sendos lunetos con dibujos arquitectónicos sobre fondo de oro ideados por Percier y Fontaine, los arquitectos del Emperador, inventores del estilo Imperio y que, por lo tanto, no coincidían ni en formato ni en superficie con la copia a realizar y que, además, los cuadros reducidos a escala mitad, iban a quedar en su lugar de origen como “una carta con dos sellos de correos”. El Director General me dio la razón y don Diego no me lo perdonó nunca. Él me aconsejó el nombre del copista que consideraba más adecuado y del que no recuerdo el nombre, que al cabo de un par de meses me llamó para que viera las copias ya terminadas. Nuca tuve un disgusto al ver que lo que yo quería que fuesen dos verdaderas falsificaciones, eran en realidad dos pésimas copias. Me tuve que quedar en Madrid bastantes días para ayudar al pintor a penetrar en la pincelada admirable del maestro. Su dibujo, sus “desdibujos”, las telas, los fondos, las lejanías de la procesión fundacional. Nunca aprendimos tanto de Murillo, tanto el pintor como yo, que conseguí lograr al dictado dos buenas copias que ahora en una restauración reciente han estado a punto de retirar por considerar que falsificaban el edificio. Al final, ha triunfado el sentido común, e incluso es posible que se hagan otras copias de los dos lunetos menores de los testeros de las bóvedas laterales cuyos originales están hoy fuera de España y que yo, por economía, no considerarlos necesarios para la imagen del edificio, no planteando la conveniencia de reponer copias en sus espacios originales.
Por seguir con Murillo, cabría recordar la trascendencia de su obra en Sevilla a lo largo de los siglos XVIII y XIX. En aquella ciudad, hasta los románticos fueron “murillistas”, desde los discípulos y seguidores inmediatos al maestro. Por ello ha sido difícil deslindar la inmensa obra de Murillo, tan valorado en una época, tanto dentro como fuera de España, de la también numerosa producción de sus discípulos, cuyos perfiles poco a poco se van deslindando, superando el puro positivismo atributivo con una mayor profundidad de conocimientos, técnicas analíticas, y estudio de sus múltiples personalidades. Pero, para esta tarde, vamos a centrarnos en un caso singular:
Luca Giordano en Madrid
En la historia de la falsificación de obras de arte, y muy específicamente de la Pintura, aparece como caso paradigmático el de un pintor excepcional y de singular potencia creadora, Luca Giordano, el gran pintor napolitano y español, tanto por su lugar de nacimiento, hispánico por aquellas fechas, como por su presencia y lo transcendente de su obra en nuestra patria, al servicio de la Corte tanto del último Austria, Carlos II, como del primero de los Borbones, Felipe V. Ya Felipe IV, el gran príncipe y mecenas de la pintura española, lo había intentado atraer años antes a Madrid.
Sus contemporáneos lo criticaron por su rapidez en la ejecución de sus pinturas, “fa presto” le pusieron de mote y por su capacidad de imitación de grandes maestros del pasado, habilidades que le llevaron a la falsificación de determinadas obras que él llamaba hechas “alla maniera di …” o sea al gusto o a la manera de otro artista, sin que en algunos casos sea fácil llegar a la conclusión de si están realizadas con ánimo de dolo o engaño comercial, o si son simples ejercicios de ingenio para probar su maestría y capacidad de reinvención.
Ya en su biografía escrita por su gran admirador Bernardo de Dominici en 1742, se llama repetidamente la atención sobre su extraordinaria habilidad para “contrafar de’ piu eccelenti pittorí” o sea para imitar o falsificar a otros pintores, y a lo largo de su obra se mencionan gran cantidad de ejemplos creados “a la maniera, ad imitacione dí, sul gusto dí, o sulle stile dí”, donde el biógrafo mezcla a veces juicios admirativos con críticas severas.
Otros escritores italianos como Carlo Celano, Camillo Sagrestani, o el abate Doni, y el español Palomino, insistieron en esta anómala casuística de su obra, y el propio Giordano en el Inventario que redactó de las obras de Van der Eynden cita algunas de sus pinturas hechas “a la maniera dello Spagnoleto” o sea nuestro José de Ribera, en cuyo taller creemos que se formó en su juventud. No resulta por ello extraño que se iniciara haciendo copias o imitaciones de su maestro como ejercicio escolar. Además, estas pinturas datan de la fecha temprana en su vida de 1650. Pero tres años más tarde firmaba y fechaba La curación del paralítico imitando a Durero, incluyendo el conocido anagrama del alemán, dejando la duda respecto a su autoría, seguramente con el ánimo de engañar a un presunto comprador. Así lo denuncian tanto el citado Donminici con Baldinucci o Giacomo di Castro. Pero su producción de imitaciones se iba a prolongar a toda su carrera con diversidad de intenciones. Y la crítica posterior, desconcertada ante la calidad de sus falsificaciones, oscila entre las más duras descalificaciones y las más sinceras muestras de admiración.
Precisamente su vejez iba a coincidir con la caída de la estética del barroco en la que Luca Giordano fue máximo maestro, y el triunfo del clasicismo y sus críticos neoclásicos encontraron en su mimetismo artístico una prueba rotunda de la decadencia del pintor y de su época. Tan solo Mengs, el más teórico de sus antagonistas, reconoció sin embargo la calidad de sus imitaciones. Pronto los románticos, iban a plantear el problema de la disyuntiva entre el original y la copia que, carente de creatividad, también lo era por ello de todo valor artístico. El gran fresquista italiano carecía para los románticos de “las dos grandes cualidades de un artista: la reflexión y la dignidad”.
Nuestro siglo ha devuelto a Luca Giordano a su correcta y altísima posición en la historia de la pintura, especialmente en su último tercio. La Griseri (1961) en una obra encomiástica atribuye estas “debilidades” a la mano de un “experimentador curioso”, autor de “virtuosos divertimentos”, en situaciones en las que era inútil advertir que no se trataba de falsificaciones. Hablamos mas bien de la diversión inocente de un artista habilidoso.
Esta reacción a favor del artista iba a llegar a afirmar que, en sus obras miméticas de artistas antiguos, llegaba a establecer un juego sutil con el espectador, al que suministraba suficientes pistas que permitían a los auténticos expertos adivinar al verdadero autor de la obra. Citaban el testimonio de época de Solimena, de Antonio Ponz, de Cean Bermúdez o de Guilliet, que habían sabido descubrir a Luca Giordano detrás de sus imitaciones. La misma Griseri se complace en estudiar en La Sagrada Familia con San Juanito de Giordano “alla maniera” de Rafael, en el Prado. Los anacronismos, el paisaje veneciano o el plegado de paños, más propios de Stanzione que de Rafael, como, si con ellos el presunto falsificador hubiera intentado dejar una huella oculta de su paternidad.
Pero es evidente que, con estas imitaciones, dejó bastantes problemas a los críticos posteriores. Sin salir de El Escorial, Ponz opinaba del Martirio de Santa Justina del mismo Giordano que “en su análisis es menester discreción e inteligencia para que a uno no se le haga tragar por de Pablo Veronés”. Y ante la Magdalena penitente a la manera de Tiziano dudaba: “dicen ser de Jordán, pero se puede sospechar muy bien que sea de otro”.
También la critica moderna lo ha querido equiparar con Annibale Carracci, que intentó tomar de los grandes italianos del Renacimiento la gracia del Correggio, el color del Tiziano, el dibujo de Rafael, o la anatomía de Miguel Ángel, intentando fundirlas ecléctica o sincréticamente, en una escolástica que hubiera llevado a la pintura a su plena perfección.
Pero nada de eso tiene que ver con nuestro gran fresquista napolitano, que nunca fue ni un teórico ni un intelectual. Baldenucci nos lo describe como “hombre carente de literatura” que “nunca se cuidó de negarlo” y al que los muchos literatos que frecuentaban su casa, le “suministraban los pensamientos para las historias que debían pintar”.
Alguien advertía al marqués de Riccardi que iba a entrevistarse con él: “No se asombre si Giordano no le contesta, porque dudo que sepa escribir y es más fácil tener de sus manos un cuadro que dos líneas” [Marqués de Malpica].
Pero la falsificación exige una intencionalidad de engañar bien sea con fines económicos o de ascenso social o con otros torpes fines. También ante la imitación pictórica de un autor precedente caben diversas actitudes. Una sería el plagio. Otras sería la falsificación, pero también existe la posibilidad de una recreación de la obra copiada que sirve de inspiración y de emulación al artista para logar una actualización de la obra inicial que supera al modelo con el talento añadido y los avances estilísticos de su época, dando lugar a una obra nueva. Son las “variaciones sobre un tema de …” tan frecuentes en la música de los siglos XVIII, XIX y XX.
Grandes obras y engaños
Al margen de estas que llamamos debilidades falsarias de nuestro artista, Luca Giordano es sin duda, con Tiépolo, el mayor y mejor fresquista que hemos tenido en España, donde dejó además lo mejor de su arte. Primero en El Escorial donde realizó la gran bóveda de la Escalera Claustral, al dictado de fray Alonso de Talavera y del Padre los Santos, pero siempre bajo la vigilancia permanente de Carlos II. Allí mismo continuó con varios tramos de las bóvedas de la basílica, donde solo existía el gran fresco del Luqueto sobre el coro, de escasa calidad en su factura.
Luego vinieron tanto su gran bóveda con la Majestad de la Monarquía Española, en el Casón del Buen Retiro, como su obra máxima en dimensión y calidad, la cubierta de la Sacristía de la Catedral de Toledo, presidida por La Trinidad y el tema mariológico de La imposición de la casulla por la Virgen a San Isidoro. Su última obra es el gran óvalo de San Antonio de los Alemanes en Madrid.
Precisamente para la primera de estas bóvedas, tuvo delante como tema de inspiración, no sabemos si hallados al azar o impuesto por los citados teólogos, o por el propio rey, un gran cuadro de aquel monasterio, hoy en el museo del Prado, encargo de Felipe II, al gran Tiziano Vecelio, donde en “la Gloria”, presidida por la Trinidad y la Virgen, Carlos V y Felipe II ofrecen su adoración al Creador entre mártires, santos y profetas.
Pero por encima de la inspiración y hasta del dorado color de fondo del conjunto, la idea del Tiziano se recrea allí con espléndido barroquismo cortonesco, en una sublime y gigantesca representación de la Gloria que desde una balconada del “piano terreno” muestra el propio monarca a su madre, ya anciana y siempre con vestimenta monjil, y a su esposa, doña Mariana de Neoburgo. Pero, desde luego, en esta obra genial ni Giordano pretende imitar el estilo del Tiziano, ni pretende el engaño, ni a través de él, el asombro o la admiración de su público, sino que triunfa plenamente como gran orquestador barroco de una composición colosal y novísima cuya inspiración de arranque fue un cuadro de Tiziano.
Cuenta de Dominici, que el príncipe de Sonnino quiso comprar un cuadro importante de Tintoretto, que en realidad era una copia de Giordano. Quiso asesorarse de su autenticidad por dos pintores, Farelli, discípulo del Vaccaro, y de Francesco de María, el mayor enemigo de Luca. Ambos avalaron la autenticidad de la obra. Cuando luego llamó al propio Giordano, éste no pudo reprimir la carcajada mientras le mostraba, oculta en la pintura, su firma, día, mes y año de ejecución, dejando burlados a sus enemigos.
El propio biógrafo cuenta la venta de un supuesto Durero, también imitación de Luca, al prior de la Cartuja napolitana de San Martino, que se había asesorado de varios expertos. Representaba a Jesús curando a los enfermos. Al enseñarla, orgulloso de su adquisición, a Giordano, éste le hizo ver su firma escondida detrás de la tabla. Esta anécdota, que se venía creyendo pura ficción literaria ha quedado confirmada al localizarse la tabla, con su firma oculta, en fecha reciente, en la Galería Nacional de Atenas. Pero lo que más nos sorprende de toda esta historia es que el prior acabó denunciando al pintor ante el Sacro Regio Consiglio, exigiéndole el alto precio pagado por el cuadro. El fallo a favor del artista alegaba que “tanto mayor era el mérito de haber imitado con tanta pericia el estilo de Durero, cuando mayor era la estima manifestada por el prior ante el cuadro”.
Todo ello fue parte de la propaganda que lo hizo famoso. Pero también en su juventud sabemos que con ayuda de su padre vendió falsificaciones de Bassano, del Tiziano y del Tintoretto, sus predilectos junto con Rafael, al coleccionista Gaspar Roomer y que, al final, se descubrió el engaño, teniendo que llegar a un compromiso compensatorio.
Enseñándole Carlos II la galería pictórica del Alcázar madrileño, le hizo ver un cuadro atribuido a Bassano que carecía de pareja. Giordano pidió a Venecia un lienzo viejo usado, y pinto sobre él la pareja, al estilo bassanesco, provocando la admiración de todos. Sorprende la argucia de ganarse al Rey no con una obra propia, sino con una imitación, pero sabemos por Palomino, que Carlos II, a la vuelta de Giordano de El Escorial acabó encargándole “imitaciones de pintores famosos como Rafael, Correggio, Tiziano o el Españoleto”
La copia del Bassano no ha sido identificada, pero el Prado conserva el fruto de un ejercicio de virtuosismo -no de virtud-, similar, que prueba la enorme versatilidad del artista. Se trata de una Riña de muchachos pintada para emparejarse con un grupo de Niños jugando a los dados obra original del murillista sevillano Pedro Núñez de Villavicencio, que también conserva el mismo museo. Lo más sorprendente es que Giordano realizó la pareja a una mayor dimensión en altura seguramente por exigirlo la decoración mural del Palacio de la Zarzuela en que se iba a colocar, y luego agrandó en vertical el original para re hermanarlo con el suyo.
Memoria y virtuosismo
Habilidad e ingenio, cuya calificación brindo a ustedes como delito o como capacidad extraordinaria por la imitación del estilo, pincelada, temática, vestimentas, colorido, sentido de la composición, conocimiento de las firmas, soportes, e incluso de técnicas de envejecimiento para darles el aspecto de antigüedad requerida. Súmese a todo ello como mérito, la ausencia total de libros de arte con imágenes (en estos días el Museo del Prado expone el primer libro de arte ilustrado con fotografías adheridas en algunos de sus ejemplares, editado en el siglo XIX).
Tan solo pudo disponer en muchos casos de grabados y de su portentosa memoria visual. Gracias a una copia encargada por Carlos II, de La disputa entre los doctores del Templo del Veronés que quería regalar su esposa, Doña Mariana de Neoburgo, al gran duque de la Toscana, y que el monarca suplantó por su copia giordanesca, no salió de España tan espléndido original que hoy guarda el Museo del Prado. [“Que se haga pintar otro del mismo tamaño que ese del Veronés para que lo vea el Rey cuando esté concluido. Si le halla entonces de buen humor es posible que se consiga reemplazar uno por otro, y en el peor de los casos, se quedaría el gran duque con el cuadro de Jordán”]. Es lo que sucedió.
Sabemos del apego al dinero del napolitano, que engrosó su fortuna, adquirida inicialmente con su ejercicio pictórico –siempre ciertamente mal pagado– con otras industrias y comercios, como el tráfico y reventa de cuadros, trata de caballos, o incluso el préstamo usurario de dinero. Su propia rapidez de ejecución, en que le siguió Goya, tenía por único fin multiplicar el número de cobros con el mínimo trabajo.
Palomino nos cuenta sus inversiones en alhajas, en Madrid, hechas con gran sentido comercial, cuando compró un collar de perlas de gran valor: “Porque sobre ser redondas, blancas, e iguales, eran mayores, que lo más gordos garbanzos; y le habían costado una sin suma de doblones; y dijo que a él [Giordano] le tenía más cuenta el llevar el dinero en aquellas alhajas, que no en propia especia; porque sobre ser menos el bulto, y embarazo, tenía en Italia mucha más estimación que aquí”.
El Museo del Prado conserva cinco pinturas de Lucas Jordán que intenta falsificar a otros autores antiguos: tres a la manera de Rafael, que todas representan Sagradas Familias, y dos a la de Durero o, más bien, a la de Lucas de Leyden, su seguidor: El beso de Judas y Pilatos lavándose las manos. Todas ellas constituyen impresionantes ejercicios de imitación de maestros lejanos. Pero a una, la más significada, la Sagrada Familia con San Juanito, ya citada, no dudó en marcarla con la firma del gran autor de Urbino, convirtiéndola con ello en una auténtica falsificación.
Y lo mismo se repite en una obra, casi emblemática, dentro del rico patrimonio catedralicio, regalo del virrey de Nápoles y luego, arzobispo de Toledo, don Pascual de Aragón a la Catedral Primada: El Bautizo de Cristo, pintada por Jordán entre 1655 y 1665, o sea en su juventud, y con cuya firma de Rafael, se estafó al propio virrey que la regaló a “su catedral” creyendo se trataba de una obra original y autentica.
Toda esta lamentable vida de autentico falsificador, parece, no obstante que se reduce a su juventud italiana, y que, en cambio en su estancia en España, donde gozó de una economía más segura, salvando las obras realizadas para Palacio por mandato de la Casa Real, no conocemos ninguna otra vinculada a la picaresca comercial del artista.